Provinciales 14/01/2025
Por Pablo Llonto
Por Pablo Llonto
Ilustración: Andrea Toledo
Pasó a la historia como el mejor boxeador en la categoría peso mediano de la Argentina. Fue campeón mundial y defendió ese título en catorce oportunidades. De origen humilde, tuvo que romperse el lomo para destacar. Fuera del ring, con sus parejas, fue violento y golpeador. El pasaje al acto ocurrió en febrero de 1988, cuando asesinó a su esposa, Alicia Muñiz, madre del menor de sus hijos. A treinta años de su muerte en un accidente en la ruta, esta vida compleja y contradictoria sigue cautivando.
Por muchos años en la Argentina se usó la frase "de canillita a campeón" para retratar el recorrido fantástico de un deportista que salía de pobrezas extremas hasta tocar el techo del mundo. Pocos sabían (o saben) que el origen de tal alegoría se encontraba en un comic de los años 40 que dibujaba Athos Cozzi con textos del escritor sabadellense Josep Canellas Casals, y que mostraba la ascendente vida del boxeador Tucho Miranda.
Carlos Monzón se cansó de escuchar ello durante su vida. Y aunque su recorrido no era ajeno al de la mayoría de los campeones del mundo que tuvo el boxeo argentino, su pasado infantil en las polvorientas calles del barrio La Flecha, en la localidad de San Javier, les agregó símbolos imaginarios a las ariscas tierras de su nacimiento. "Yo nací el 7 de agosto de 1942 en una casa con piso de tierra", le exponía a cada uno de los múltiples biógrafos que buscaban la nota original de ese hombre de pocas, muy pocas, palabras.
Bautizado Carlos Roque, nunca mostró orgullo de su origen mocoví. Para los nueve años conoció el ferrocarril, junto a su familia, cuando llegó la mudanza de San Javier a la ciudad de Santa Fe a probar suerte. En el barrio Barranquitas, que acunó sus primeros días de boxeador, la familia Monzón completó quince personas. El futuro deportista, los padres y doce hermanos se instalaron en la calle Cochabamba, donde el club del mismo nombre tenía su sede y empleaba a un entrenador, Roberto "Tito" Agrafogo, quien le enseñó los primeros pasos del deporte.
Fue canillita, fue lustrador de zapatos y cursante de primaria hasta la mitad. "Yo tengo cuarto grado y mal hecho", admitía.
Para octubre de 1959 Monzón era Escopeta. Los creadores del apodo no tuvieron que esforzarse. Era alto, flaco y pegaba. Años después sería más ingenioso Julio Cortázar cuando en una crónica de un combate lo identificó como "el sauce de los brazos largos".
Cada día de entrenamiento transcurría entre su pasión por el club Colón y su mirada de reojo hacia el gimnasio del rival, Unión, donde en silencio daba clases y preparaba boxeadores el hombre que luego puliría el diamante en bruto: Amílcar Brusa.
Cuando subió al ring en su primera pelea de amateur sus manos tenían las huellas del raquitismo. Un empate ante José Daniel Cardozo el 2 de octubre de 1959 en la Sociedad Rural de Santa Fe era una mala señal para quien apostase al futuro del hombre de San Javier.
Acorde a las líneas clásicas de los 60, Monzón se casó joven. Tenía 19 años cuando él y la quinceañera Pelusa (Mercedes Beatriz García) contrajeron matrimonio en Santa Fe. El breve noviazgo se había consolidado luego de unos meses en que Monzón la cortejaba cuando dejaba leche en la casa donde ella realizaba tareas de limpieza. En ese momento Monzón ya tenía un hijo, Carlos Alberto, de la relación con Zulma Encarnación Torres.
LA ERA BRUSA
Después de siete peleas en el amateurismo, Monzón se animó a cambiar de entrenador. Pasó por las manos de Rafael Araujo, de Minella y de Oscar Méndez. Hasta que vio situaciones extrañas con las retenciones de los porcentajes. "Mire, Brusa, a mí hace poco me robaron con un porcentaje. Yo sé que usted no roba. Por eso vengo a verlo", dijo.
Brusa aún no era don Amílcar. Ese gigante con pinta de bonachón usaba su metro noventa para imponer directivas claras bajo una de las tribunas populares del club Unión. Le sentaba bien su historial de peso pesado amateur cuando intentó llegar a los Juegos Olímpicos de Londres 1948. Pocos sabían que había sido El Enmascarado, un cátcher que quiso ser famoso desafiando al Hombre Montaña y a Martín Karadagian, en las divertidas luchas titanescas del Luna Park.
Para el debut profesional el entrenador eligió a Ramón Montenegro, a quien Monzón noqueó en dos rounds el 6 de febrero de 1963.
Nunca se desmintió en el ambiente del boxeo la noticia de que Monzón y Brusa jamás firmaron un contrato. Ellos no hablaban de eso. Lo cierto es que pocas veces se vio una pareja de entrenador-boxeador tan perfecta. Monzón lo respetó hasta el final y Brusa nunca quebró esa lealtad.
Ese Monzón que solo ganó algún titular de los diarios cuando le arrebató el título argentino y sudamericano a Jorge Fernández era llevado de la mano de Brusa con una paciencia acuariana. Sabía que el espigado pupilo que dirigía tenía eso que quienes comen del boxeo llaman "instinto asesino sobre el ring". Monzón también lo sabía y guardaba silencio ante el silencio de la crítica especializada que no esperaba demasiado del entonces "muy verde muchacho santafesino". El empresario Tito Lectoure, dueño del Luna Park, había firmado el contrato con su par italiano Rodolfo Sabatini. Monzón cobraría 15 mil dólares.
Así partió a Roma en noviembre de 1970 para enfrentar al campeón del mundo, el italiano Nino Benvenuti. Nadie lo fue a despedir a Ezeiza y pese a que tenía un récord de ochenta pelas y solamente tres derrotas, las radios no lograban juntar auspiciantes para sostener una transmisión desde Europa. Lo definían como un boxeador aburrido, que parecía un robot, cuando se movía sobre el cuadrilátero siempre tiraba las mismas combinaciones de manos.
Acaso el periodista Hernán Santos Nicolini fue el único que creyó en el milagro. Sacó plata de ciertos amigos, hipotecó su casa de Rodríguez Peña al 600 y compró los derechos después de proponerle una coproducción a radio Rivadavia. Condición: Nicolini relataría un round alternando con el otro periodista, Osvaldo Caffarelli. La fortuna quiso que a Nicolini le tocase relatar el round del nocaut con un derechazo y hoy su voz es la voz eterna de la consagración del desconocido. "Ganó Monzón por nocaut y es argentino", gritaba por estos tiempos cuando le pedían que recordara aquella noche.
Monzón era el nuevo rey de los medianos y en la Argentina dictatorial de entonces, el presidente de facto Roberto Marcelo Levingston lo llamó al hotel para felicitarlo mientras pensaba que un hito deportivo (cuarto boxeador argentino campeón del mundo) aliviaría un rato los agitados días de lucha popular. Monzón fue aguardado en Ezeiza por una multitud y se cumplía el rito de la autobomba de los bomberos de Lanús que lo llevaría hasta el Luna Park. Allí lo esperaba Lectoure frotándose las manos. Él sí sabía que un tesoro había llegado a su escritorio.
CHICO DE ORO
La época de oro de Monzón transcurrió más en dictaduras que en democracia. No hubo presidente de facto o civil que entre 1970 y 1977 se privase del coqueteo con el campeón.
Las famosas conexiones entre el deportista vencedor y el ocupante de la Casa Rosada eran habituales en el periodismo argentino. Aún se recuerda el diálogo aquel 25 de septiembre de 1971 entre Monzón (en el estadio) y el dictador Lanusse en la quinta de Olivos. Esa noche Monzón ganó por nocaut técnico en el 14o round a Emile Griffith y cobró 120 mil dólares. No solo crecía su fortuna, también se daba cuenta de todo el jugo que podía sacarle al poder y por eso le dedicó el triunfo al general más antiperonista de todos.
Agrandada por los tiempos, una anécdota recorría las redacciones de entonces. En 1973 había acompañado a Nicolino Locche en su pelea frente a Antonio Cervantes, Kid Pambelé, en Maracay, Venezuela. Después de la cena en el hotel, con unas copas de más, fue provocado desde un auto por fanáticos locales. "Argentino, a ver si eres tan valiente, por qué no le peleas a Manteca" (Mantequilla Nápoles). "Rajá, borracho de mierda", fue la contestación de Monzón. Y desde el auto le apuntaron con un revólver. Monzón se abrió la camisa y los desafió: "Tirá, hijo de puta, pero no le errés porque te rompo la cabeza".
El 9 de febrero de 1974 ante 12 mil personas en París Monzón expuso sus dos títulos, el de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB) y el Consejo Mundial de Boxeo (CMB), y en las sillas privilegiadas los nombres anunciaban que Monzón era boxeo y glamour: Jean Paul Belmondo, Ives Montand, Lino Ventura, Julio Cortázar. El anunciador de la pelea era Alain Delon. Monzón terminó la pelea en el séptimo round por nocaut técnico.
Antes de viajar a Francia se había anunciado su debut como actor en La Mary junto a Susana Giménez. El rodaje empezó al regreso del combate. El director italiano Pier Paolo Pasolini le había ofrecido filmar antes, pero Monzón rechazó la oferta porque "el tano me pide que me quede un mes en Roma y en Sudáfrica". Aceptó entonces que su primera película (de ocho) fuese la del director Daniel Tinayre, y de las escenas pasionales de aquel film salió el romance que durante cuatro años le dio de comer a la prensa argentina y de buena parte del mundo.
Si su esposa Pelusa fue a buscar a Susana con un revólver, o le hizo la vida imposible a la Giménez en la puerta de teatros y cines, que se ocupen otros. Lo concreto es que Susana y Monzón mantuvieron una relación durante cuatro años y que un sector de la prensa se esmeró por ocultar las palizas del boxeador a la diva. Cuando ella pasó a conducir programas de televisión, supo lograr tajada comercial con los líos del pasado. Llevó a su living a Pelusa para pedirle disculpas por iniciar una relación con un hombre casado y Pelusa sonrió unas cuantas veces a cambio de un interesante cachet. Al fin y al cabo, era la madre de los tres hijos con Monzón: Silvia Beatriz, Abel y Carlos Raúl.
EL JET SET Y EL FIN DEL BOX
Infidelidades aparte, el universo político argentino lo necesitaba. En la época de Isabel Perón, cuando le ganó al francés Jean-Claude Bouttier, el entonces presidente provisional Raúl Lastiri lo felicitó desde Bariloche. Monzón ya tenía cierto dominio del arte de los halagos y los favores: "Les digo a los argentinos que cuando Monzón sale del país, cumple con todos. Quiero darles un saludo muy grande a los argentinos y a Lorenzo Miguel. Que se queden tranquilos que Monzón está muy bien. Hasta luego, señor presidente, hasta siempre".
El apellido Monzón servía para la política y para los negocios y el arte. Era un muy corto puente para llegar a las altas cifras de rating y de recaudación. Leonardo Favio supo de esta combinación y lo convocó para filmar Soñar, soñar en 1975. El otro atractivo era Gian Franco Pagliaro, y quienes recuerden esa película sabrán que era rara, que Monzón con ruleros llamaba la atención y que la película no duró mucho en los cines.
Se decía entonces que Monzón ya estaba en otra. Si bien era disciplinado para cumplir con los entrenamientos, Brusa intuía que el tiempo del retiro se acercaba. También sospechaba de ciertos manejos ocultos de Tito Lectoure con el dinero de Monzón.
Monzón no quería alejarse del conductor de su recorrido con más brillo, pero tomó la decisión al igual que otro monarca mundial (Víctor Galíndez) de entregar sus contratos a José "Cacho" Steinberg, un empresario especializado en la venta de Mercedes Benz y que alardeaba de sus relaciones con el mundo del espectáculo y en especial con Susana Giménez.
Para 1976, después de la primera victoria ante el colombiano Rodrigo Valdez, se concreta una ruptura que sacude al mundo deportivo. Lectoure se aleja de Monzón y critica las nuevas amistades del santafesino.
Enojadísimo, el promotor publica en la revista El Gráfico una nota titulada "Por qué me separé de Monzón", donde dio detalles de todas las ganancias del boxeador. "Si alguna vez tiene un problema económico -dice la nota-, que quede bien en claro que yo lo dejé con todo este patrimonio."
¿Qué hizo Monzón? Una conferencia de prensa en el hotel Presidente, donde quien más habló fue Brusa.
La relación que se cortaba era doble. No solo Monzón se iba con Steinberg. Brusa, quizás el entrenador argentino de boxeo más famoso en el mundo, abandonaba el epicentro boxístico del país, el Luna Park. Este cronista entrevistó más de una docena de veces a Brusa durante décadas y el grandote de tonos severos y casi policiales nunca dejó de hablar mal de Lectoure. "Cuando nos fuimos con Monzón, Lectoure nos hizo la cruz y a mis pupilos nadie los programaba." Poco a poco Brusa construyó su exilio boxístico. En la Argentina setentista no estar con Lectoure equivalía al cuelgue de guantes.
Cuando los militares dieron el golpe del 24 de marzo de 1976, su figura vencedora les servía, como tantas otras del deporte. Los genocidas de la última dictadura cívico-militar necesitaban fotos y transmisiones de él, de Guillermo Vilas en tenis, de Víctor Galíndez y otros boxeadores, de Carlos Reutemann y sus logros en la F-1 y de tantas estrellas del fútbol, incluyendo a Maradona, para sumar algarabía en los oficiales de Inteligencia del Ejército que armaban los dominios discursivos de Videla y los otros comandantes para la prensa complaciente de entonces. Acción psicológica plateada.
En su despedida en Montecarlo frente a Valdez, en julio de 1977, llevó a su hijo Abel al borde del ring. "Le pegaron a mi papá", gritó el pequeño cuando lo vio caer en el segundo round. Los periodistas le daban aliento: "Fuerza, Carlos". Y Carlos ganó por puntos. Si bien cuando regresó al país deslizó la posibilidad de una pelea más, sus amigos boxeadores, como Miguel Castellini, le contaban por lo bajo a la prensa que "Monzón está muy cansado y no quiere seguir más, se dedicará a ser actor".
Pero Monzón realmente no fue actor. Su historia maldita transcurría como si él quisiera representar su modelo de actor y alimentado por cierta fama europea de su masculinidad, aceptó la oferta italiana de filmar El macho. La prensa toda no se metía con él y así, de un lugar a otro, pretendió construir la otra vida, la que un día imaginó cuando le pusieron alfombras rojas. Llegó entonces la separación de Susana Giménez, la noche multiplicada, todos los excesos, la velocidad de sus autos.
ALICIA Y EL SILENCIO
En 1978 conoció a la actriz y bailarina uruguaya Alicia Muñiz en un restaurante de la Costanera porteña y dos años después iniciaron la convivencia. Cuando en 1981 nació el único hijo de la pareja (Maximiliano), el silencio sobre la violencia machista era aterrador en los noticieros argentinos. La capa de protección mediática no solo la tenía Monzón. Pero en su caso era evidente y solo el tiempo y la toma de conciencia de un sector de la sociedad permitieron conocer cómo fueron los tortuosos días de Alicia.
"La mujer de Carlos Monzón murió tras reñir con su marido", tituló Clarín el 15 de febrero de 1988. Semejante titular sería imitado años después por el mismo diario cuando policías bonaerenses asesinaron a los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán ("La crisis causó dos nuevas muertes").
No por nada la última serie sobre la vida de Monzón comienza con el femicidio de Alicia Muñiz. No solo era el hecho más indignante y cruel de la vida de Monzón. Era la manera correcta de vivenciar la violencia femicida en tiempos de una intensa lucha por terminar con este flagelo.
El hecho dividió a buena parte de la sociedad argentina. Agrupados bajo la excitación de aquellas victorias boxísticas y esclavos de su orgullo machista, miles de hombres aullaban loas a Monzón bajo el grito de "dale, campeón" cuando el femicida salía o entraba de comisarías o edificios de Tribunales. La otra mitad abandonaba el engaño y dejaba cierta mudez para decir las cosas como son. Monzón tenía que ser condenado.
La pena del tribunal marplatense (once años de prisión) suena a poco en estos tiempos de justas perpetuas a quienes cometen hechos semejantes. Pero no solo el acusado era Monzón, estábamos en julio de 1989 y a las revistas de entonces no les importaba demasiado llenar sus tapas con una foto de Alain Delon y su frase de lodo: "¿Qué hombre no le pegó alguna vez a su mujer?".
Monzón fue a la cárcel, y aunque ya estaba detenido desde el mismo momento del crimen, los nombres de las cárceles de Batán, Junín y Las Flores por las que pasó se mezclaban en el mundo informativo de aquellos años. Ernesto Cherquis Bialo, uno de los periodistas que más lo trató en sus períodos de opulencia, lo visitó en los tres penales y más de una vez contó que Monzón estaba harto de recibir propuestas de abogados oportunistas que le prometían la ansiada "rápida excarcelación" a cambio de honorarios que redondeaban los 100 mil dólares.
A sus celdas las habitaron amores residuales, muchos rosarios, biblias, estampitas de santos, algún que otro libro religioso y la presbicia. Con esos anteojos tan distintos a los Playboy de antaño, Monzón leía dos renglones todas las noches antes de rezar.
Se abrazó y lloró con cada visitante que hurgaba en su soledad penitenciaria. "Cuando vuelva Brusa de Colombia empezaremos a trabajar juntos", transmitía a sus íntimos.
Las salidas transitorias de la cárcel las obtuvo gracias al trabajo en el predio del gremio UPCN de su provincia. Al mismo tiempo logró formar parte de la organización de festivales de boxeo junto a su hijo Abel, donde una de sus últimas parejas, Leyla, cumplía un rol novedoso.
Un Renault 19 fue su primera tumba el 8 de enero de 1995. Para los informes policiales y de prensa, "mordió la banquina y el auto dio siete tumbos". Para el cotilleo, venía borracho o se había infartado o había cruzado todos los límites. Su última actividad ciertamente feliz había sido un asado junto a amigos antes de regresar a las 20 al penal de Las Flores a seguir cumpliendo la condena. Le faltaban catorce meses y no tenía cinturón de seguridad. A los 52 años, una recta infinita fue su último castigo.
Todo está ahí. En el kilómetro 50 de la ruta 1 santafesina. En un paraje conocido como Los Cerrillos. Las placas conmemorativas están dañadas. La estatua del hombre erguido fue retirada para algún día devolverla reparada y el pasto ha crecido lo suficiente como para abrigar esporádicos y amargos rezos bajo el fuego de los eneros.
¿Es el olvido?
Caras y Caretas
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